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Natalia de Pablo Garcianoviembre 27, 2025 6 min read

El murmullo de lo que nos rodea: el C está en todas partes de nuestra vida

Lenguajes de programación
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Es por la mañana. Afuera llueve y la habitación todavía está a oscuras. Y en algún lugar —escondido en un pequeño “edificio” de silicio— un grupo de transistores, al que todos llaman temporizador, se prepara para su momento.

Está a punto de generar un evento: ese famoso “match” entre el número que va subiendo en su contador y el que tiene guardado en memoria. ¿Y el resultado?

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Lenguajes de programación

Es por la mañana. Lo último que querríamos escuchar a esa hora es el despertador.

Mientras suena y rompe el silencio, en otro dispositivo de la casa otro cerebro de silicio se despereza: el SoC del router.

En realidad lleva horas despierto, distribuyendo paquetes que llegan desde todas direcciones: notificaciones, mensajes, reels de Instagram que intentan alcanzar un smartphone que parece dormido, pero sigue activo en modo de ahorro de energía.

Es el comienzo de la rutina de siempre, y en una estantería, una pequeña cámara IP observa la escena a su manera infalible: un sensor de imagen, una óptica que se adapta a la poca luz, un encoder que comprime cada fotograma sin quejarse.

Nos ve entrar en la cocina cada mañana, medio dormidos, mientras intentamos convencer a la cafetera de que sea más rápida que nuestro metabolismo.

Solo entonces, la resistencia empieza a calentarse con la precisión de quien repite la misma tarea desde hace años, mientras su microcontrolador mide la temperatura más veces de las necesarias, como si no confiara en la primera lectura del ADC.
No es solo la resistencia la que trabaja: detrás de esa aparente sencillez hay un pequeño prodigio matemático.

Muchas cafeteras usan un algoritmo llamado PID, una especie de “termostato inteligente” que no solo mide la temperatura, sino que la anticipa.
Calcula cuánto calor hará falta en los próximos segundos, corrige errores en tiempo real y estabiliza el agua al grado exacto, porque unos pocos grados de diferencia cambian todo el sabor.
Es un ejemplo perfecto de lógica esencial hecha de sumas, errores y coeficientes, escrita en C en apenas unos kilobytes de memoria.

A nuestro alrededor, todo funciona con la misma precisión.
El frigorífico mantiene su calma glacial: sus sensores actualizan el termostato con constancia, sin pedir confirmaciones.
La lavadora, más abajo en el pasillo, sigue su coreografía programada: un ciclo tras otro, con la misma determinación de un firmware que nunca falla.
Es una rutina doméstica que parece natural, casi orgánica.
Y, sin embargo, justo debajo de la superficie, existe un mundo que piensa al ritmo de los clocks y las interrupciones.

Cada dispositivo usa el mismo lenguaje esencial, hecho de registros, comparaciones y bits que fluyen en silencio.
Un léxico antiguo que se repite igual desde hace décadas.
Ese lenguaje da forma a gestos invisibles: el contador del temporizador, la lectura del sensor, la medición de la temperatura, la transmisión de la cámara IP.

Es un código que vive más cerca del hardware que cualquier otro, y que sigue gobernando todo, sin pedir nunca atención: el lenguaje C.

Este es el universo de los sistemas embebidos: pequeños circuitos de electrónica programada que realizan en segundo plano todas las operaciones necesarias para que la tecnología se integre en nuestra vida cotidiana, usando un lenguaje que para muchos suena “vintage”, pero que es todo lo contrario.

El lenguaje C, nacido en los años 70, sigue siendo hoy una de las herramientas más potentes para quienes diseñan sistemas integrados, permitiéndoles expresar con precisión lo que un dispositivo debe hacer.Y no es casualidad: el mundo embebido vive de restricciones, tiempos ajustados y recursos mínimos. Cada sensor, cada actuador, cada microcontrolador es un pequeño ecosistema de electrónica programada que debe funcionar con muy poca memoria, consumiendo casi nada y sin margen de error.

Ahí es donde el C muestra su fuerza.

A diferencia de los lenguajes modernos, llenos de abstracciones, librerías y facilidades, el C es directo. Te pone en las manos el control del hardware tal como es: memoria, registros, periféricos, interrupciones.
No añade capas ni complica las cosas. Es tan esencial como los dispositivos que gobierna.

Surge entonces la pregunta: ¿por qué precisamente este lenguaje?
Cuando un diseñador embebido trabaja, necesita saber exactamente qué ocurre dentro del microcontrolador: qué bits se mueven, cuánto tiempo pasa entre instrucciones, cuánto consume cada operación.
El C permite todo esto. Permite escribir código que no solo “funciona”, sino que funciona dentro de los tiempos, condiciones y restricciones del hardware.

En la casa que acabamos de recorrer, nada es casual: cada temporizador salta con precisión, cada sensor mide valores específicos, cada periférico reacciona dentro del intervalo previsto.
Todas estas operaciones están escritas en C: fragmentos de código diminutos, pero extremadamente deterministas.

Cada función es como un engranaje: pequeña, esencial, pero indispensable.

Y este es precisamente el punto: el mundo embebido no necesita lenguajes complejos, necesita control. No hay espacio para interpretaciones, garbage collectors o sorpresas en tiempo de ejecución. Se requiere firmware que se comporte igual hoy, mañana y dentro de diez años, incluso en dispositivos que nunca recibirán una actualización.

Por eso, mientras el software “superficial” evoluciona al ritmo de las modas tecnológicas, el nivel más profundo —el que hace latir el corazón de los dispositivos— sigue hablando C.
Es un lenguaje que exige disciplina, claridad y atención al detalle.

Y cuando nos detenemos a observar nuestra rutina con un poco más de atención, nos damos cuenta de que la historia no trata solo de un despertador, un router o una cafetera.
Se trata de todo lo que nos rodea: desde el portón automático hasta el termostato de la oficina, desde la balanza del supermercado hasta la bomba de combustible, desde el TPV con el que pagamos hasta el badge que usamos para entrar a la empresa… y mucho antes de tocar el volante, cuando decenas de centralitas ya han empezado a comunicarse entre sí.

Lo hacen a través del CAN-bus, una red interna donde cada módulo —frenos, faros, climatización, motor, entretenimiento— envía y recibe mensajes en tiempo real.
Gran parte del mundo físico que usamos cada día —el que realmente hace cosas— está sostenido por microcontroladores que hablan C.
Son ellos los que leen, miden, activan, ordenan y regulan.
Trabajan en silencio dentro de los electrodomésticos, detrás de los cajeros automáticos, en los terminales de pago, en plantas industriales, en sistemas de seguridad y en sensores invisibles de los que depende todo.
Y lo sorprendente es que casi nunca nos damos cuenta.

Vivimos inmersos en una red de dispositivos que toman decisiones constantes en nuestro nombre, usando un lenguaje nacido hace más de medio siglo, aún insuperable cuando se trata de fiabilidad y control directo del hardware.
La tecnología que damos por sentada funciona porque estos pequeños sistemas embebidos continúan haciendo su trabajo con una precisión que no cambia con el tiempo.
Y detrás de esa precisión hay casi siempre la misma herramienta: C.
Simple, esencial, concreto.

Un lenguaje invisible que sostiene la parte más tangible de nuestra vida digital.

Así, mientras deslizamos un dedo por la pantalla, encendemos una luz o pasamos un producto por la caja, no pensamos en lo que ocurre detrás.
Pero la verdad es que, sin ese código escrito cerca del metal, nuestra vida cotidiana moderna simplemente no existiría.

Y quizás lo más sorprendente de todo sea esto:
la tecnología que cambia el mundo no siempre está en primera línea.

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